martes, 20 de mayo de 2014

Que tus fieles, Señor, proclamen la Gloria de tu reinado.


Hay muchísimas personas e instituciones de todo tipo dedicadas a trabajar por la paz. Como anhelo cumbre en vista de tanta violencia, de tanta desigualdad e injusticia. De manera que es motivo de surgimiento de propuestas de diferente índole. Pero también quizás muchos no entienden el sentido de la paz. La paz que Jesús anuncia es una realidad que va más allá de la ausencia de guerra y que implica una forma de entender la vida de hijos, las relaciones con Dios, el comportamiento con nuestros semejantes y con el medio donde Dios ha querido que vivamos.

Dar la paz, desear la paz, era un saludo corriente en los tiempos de nuestro Señor Jesús, pero Él nos dice: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo.” De modo que se encuentra allí en esta expresión la necesidad de la conversión, de la misión, la obra en el cercano. La paz de nuestro Señor puede llegar allí donde hay un corazón contrito y arrepentido, puesto que la paz verdadera viene como don de Dios a los que le manan por el cumplimiento de su Palabra como nos lo decía ayer.

Lo que significa que la paz no se hace solamente en los escritorios ni simplemente se imprime en documentos, la paz la hace cada quien desde el interior de su conciencia. De tal modo que el Señor nos está diciendo que debemos prepararnos y ayudar a los demás para recibir el don de la paz. Este saludo de paz asume de este modo un lugar muy significativo de serenidad frente a la ausencia física de Jesús, de valor y ánimo en el anuncio misionero y profético. “Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre” En Jesús todos estamos, siendo por don, llamados a regresar al Padre, también nuestro por creación, al dueño de todo, porque esa es su gran voluntad.

Pertenece a todo creyente ser, en el mundo de hoy, un destello luminoso, un foco de amor y fermento para toda la masa (Mt 5,14; 13,33). Cada uno lo será según la medida de su unión con Dios. La paz no reinará entre los hombres si no reina primero en cada uno de ellos, si cada uno no guarda en sí mismo el orden querido por Dios... En efecto, se trata de una empresa demasiado sublime y demasiado elevada para que su realización dependa del poder del hombre dejado a sus solas fuerzas, aunque, por otra parte, tenga la más laudable buena voluntad. Para que la sociedad humana pueda llegar a ser la imagen más perfecta del reino de Dios, es absolutamente necesario el auxilio de lo alto...” (San Juan XXIII)


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