viernes, 18 de mayo de 2012

Señor, que tu amor paterno nos proteja


Nosotros los católicos debemos prepararnos para permanecer y perseverar, hacernos útiles activos de la comunidad de Jesucristo nuestro Señor, pero no faltara que haya que renunciar, corregir y huir de muchas cosas. “Vemos que la creación entera gime y sufre dolores de parto”(Rm.8,22) si hemos sufrido para ir tras el Señor, que implica ser corredentores, también nos alegraremos al verlo personalmente, (cf.Jn. 20, 20) aunque día a día, aparentemente, el exterior se vea decaído el hombre interior se renueva en Dios quien nos llamará, Bienaventurados (cf. Lc. 6,21) y “No se pueden equiparar esas ligeras pruebas que pasan aprisa con el valor formidable de la gloria eterna que se nos está preparando” (2 Co.4,17) La alegría será tan grande que ya no hará falta mas nada.

Quizá por momentos alcancemos halitos de la alegría con Dios, estando aun en este mundo y portando el empaque de tierra; pero en realidad no existe verdadera alegría sino cuando pasemos el umbral y veamos a Dios cara a cara. Este mundo esta contaminado por la acción del maligno, ha penetrado en las conciencias con la cultura del engaño, del egoísmo, de los sofismas de distracción, del relativismo, la violencia, la injusticia. Por tanto no se puede ser feliz, aunque no participemos nos mueve lo que ocurre con los que están amigados con el mundo, “¿No saben que la amistad con este mundo es enemistad con Dios? Quien desee ser amigo del mundo se hace enemigo de Dios”(Stg.4,4)

Por su puesto que en medio de todo los acontecimientos de nuestra vida debemos permanecer alegres en el Señor, en el sentido que estamos caminando tras sus huellas, haciendo lo debido, cumpliendo la misión, con rectitud de conciencia; la alegría se basa en la esperanza, en el sentir que todos los días la mano del Señor hace proezas en nosotros y que a medida que pasa el tiempo se va llevando a cabo los planes de Dios; y esto debido a la oración para pedir la fortaleza necesaria para vivir la divina voluntad de Dios. Lejos de pensar que estamos desamparados o distantes de la precia de Dios, “En realidad no está lejos de cada uno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos” (Heh. 17,28)

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