jueves, 16 de mayo de 2013

Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti


Encontramos en el pasaje que leemos hoy, sin que nuestro Señor lo manifieste, una tristeza que invade su corazón, al ver que sus criaturas a las que ama tanto, no pueden llegar a la unión por el egoísmo, por el individualismo, por la soberbia. De manera amable y compasiva que caracteriza al Señor, pide al Padre por todos nosotros para que por gracia lleguemos a la unión con Cristo nuestro Señor. Para que el amor de Dios nos una y para que sintiéndonos amados permanezcamos en Cristo que nos une.

La voluntad de Dios es que permanezcamos unidos a Él. Nos falta inteligencia para lograrlo, si permanecemos en su unidad podremos decir como el salmista: “Bendeciré al Señor, que me aconseja, hasta de noche me instruye internamente. Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré.” Cristo es lo más importante para nosotros, de tal manera que individualmente queremos su cercanía, porque a la vez sin darnos cuenta sentimos nuestra insuficiencia; pero también nos interesa demasiado poco que otros se unan a esa gran razón que es la unidad con Dios a quien se lo demos todo.

El pasaje de hoy también nos enseña que debemos pedir a Dios a ejemplo del Señor, para que nos conceda la unidad ecuménica en su iglesia cuya cabeza es Cristo. Así podremos corresponder a ese gran deseo divino: “Así ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado”. Por eso nos ha dejado como norma el mandamiento del amor que libera y une, es lo que nos acerca a Dios y a nuestros semejantes, pero este mandamiento no es posible por nuestras propias fuerzas y voluntad, es por mediación divina, es el Espíritu Santo quien nos ilustra y mueve a obrar en consecuencia; Él nos proporciona fuerza y valor para enfrentar las dificultades en la misión que nos encomienda. Y para obtener su gracia el medio eficaz es el dialogo sincero con Dios.

«Jesucristo quiere que (...) su pueblo crezca y lleve a la perfección su comunión en la unidad: en la confesión de una sola fe, en la celebración común del culto divino y en la concordia fraterna de la familia de Dios. (...) El modelo y principio supremo de este misterio [de la unidad de la Iglesia] es la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo, en la Trinidad de personas» (C. Vat. II, Unit. redint. 2). Y también a ejemplo de Cristo, el mismo Concilio ha recomendado insistentemente la oración por la unidad de los cristianos, definiéndola como el «alma de todo movimiento ecuménico» (ibid. 8).


No hay comentarios:

Publicar un comentario