Encontramos en el pasaje que leemos hoy, sin que nuestro Señor lo manifieste, una tristeza que invade su corazón, al ver que sus criaturas a las que ama tanto, no pueden llegar a la unión por el egoísmo, por el individualismo, por la soberbia. De manera amable y compasiva que caracteriza al Señor, pide al Padre por todos nosotros para que por gracia lleguemos a la unión con Cristo nuestro Señor. Para que el amor de Dios nos una y para que sintiéndonos amados permanezcamos en Cristo que nos une.
La voluntad de Dios es que permanezcamos unidos a Él. Nos falta inteligencia para lograrlo, si permanecemos en su unidad podremos decir como el salmista: “Bendeciré al Señor, que me aconseja, hasta de noche me instruye internamente. Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré.” Cristo es lo más importante para nosotros, de tal manera que individualmente queremos su cercanía, porque a la vez sin darnos cuenta sentimos nuestra insuficiencia; pero también nos interesa demasiado poco que otros se unan a esa gran razón que es la unidad con Dios a quien se lo demos todo.
El pasaje de hoy también nos enseña que debemos pedir a Dios a ejemplo del Señor, para que nos conceda la unidad ecuménica en su iglesia cuya cabeza es Cristo. Así podremos corresponder a ese gran deseo divino: “Así ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado”. Por eso nos ha dejado como norma el mandamiento del amor que libera y une, es lo que nos acerca a Dios y a nuestros semejantes, pero este mandamiento no es posible por nuestras propias fuerzas y voluntad, es por mediación divina, es el Espíritu Santo quien nos ilustra y mueve a obrar en consecuencia; Él nos proporciona fuerza y valor para enfrentar las dificultades en la misión que nos encomienda. Y para obtener su gracia el medio eficaz es el dialogo sincero con Dios.
«Jesucristo quiere que (...) su pueblo crezca y lleve a la perfección su comunión en la unidad: en la confesión de una sola fe, en la celebración común del culto divino y en la concordia fraterna de la familia de Dios. (...) El modelo y principio supremo de este misterio [de la unidad de la Iglesia] es la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo, en la Trinidad de personas» (C. Vat. II, Unit. redint. 2). Y también a ejemplo de Cristo, el mismo Concilio ha recomendado insistentemente la oración por la unidad de los cristianos, definiéndola como el «alma de todo movimiento ecuménico» (ibid. 8).
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