El pasaje que leemos hoy nos narra un doble episodio de acto de fe, que
no es la fe en un credo o la fidelidad a prácticas religiosas; es la certeza
íntima de que se recibirá lo que otros no se atreven a pedir o que se obtendrá
pasando por encima de las normas religiosas. Fe que requiere fidelidad y es la
que permite que Jesús actué y pueda curar y sanar. Fe que salva, la fe que
es requerida para el Reino. «El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y
el que esté vivo y crea en mí, jamás morirá». (Jn 11,25-26). De esta manera
nadie lo pide, no sólo porque se crea que es imposible sino porque se intuye
que se transgrediría el límite fijado por Dios, dueño de la vida y de la muerte.
Una fe contraria a la que experimentaron sus conciudadanos cuando en la sinagoga,
Jesús proclamara su misión: “El Espíritu del Señor está sobre mí. El me ha
ungido para llevar buenas noticias a los pobres, para anunciar la libertad a
los cautivos y a los ciegos que pronto van a ver, para poner en libertad a los
oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor.”(Lc. 4, 18)
El acto de Jesús con las mujeres es o solo de misericordia sino que también
es para elevar la dignidad de la mujer, pues según se narra, en su tiempo estaban
completamente subordinadas a los varones –al padre hasta los 12 años y, a
partir de entonces, al marido- y que su palabra no tenía valor en los actos
públicos. Pero el Señor viene a cambiar las practicas discriminatorias y quiere
hacer entender a la gente de ayer y de hoy que “Tomen a cualquiera que cumpla
la voluntad de mi Padre de los Cielos, y ése es para mí un hermano, una hermana
o una madre.» (Mt. 12,50) y san Pablo lo sintetiza en el versículo 28-29 de Gálatas
3: “Ya no hay diferencia entre judío y griego, entre esclavo y hombre libre; no
se hace diferencia entre hombre y mujer, pues todos ustedes son uno solo en
Cristo Jesús. Y si ustedes son de Cristo, también son descendencia de
Abrahán y herederos de la promesa.”
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