martes, 11 de junio de 2013

La mano del Señor estaba con ellos


La primera lectura nos habla de Bernabé, oriundo de Chipre, al que la Palabra describe como “hombre de bien, lleno de Espíritu Santo y de fe”. Unas pocas palabras para describir toda una vida… San Bernabé, llamado apóstol, no fue uno de los doce, aunque probablemente sí formó parte del grupo de los setenta y dos que Jesús envió a proclamar el Evangelio. Vendió su finca y el producto que de ella obtuvo lo entregó a los apóstoles para distribuir entre los pobres. Fue garante de la conversión de Pablo, en Jerusalén. Envido en misión a Antioquia de Siria, allí le reconocían como profeta y doctor. Fue a Tarso a buscar a Pablo, donde se había retirado. Luego emprenden juntos el primer viaje de Pablo su colaborador. Visitaron las regiones de Chipre, Atila y Perge, Antioquia de Pisidia, Iconio, Listra y Derbe. (cf. Hch.13) Luego con Pablo asiste al primer “concilio de Jerusalén” Más tarde surgió un conflicto con Pablo y se separaron. Para luego encontrarse como amigos, misionando en Corinto. San Bernabé, un “hombre de bien, lleno de Espíritu Santo y de fe”.

“A lo largo del camino proclamen: ¡El Reino de Dios! E inviten a la conversión, Sanen enfermos, resuciten muertos, limpien leprosos y echen los demonios. Ustedes lo recibieron sin pagar, denlo sin cobrar”. Este querer del Señor resuena en nuestros oídos y nos hacen meditar sobre las falencias que tenemos a causa de las corrientes en que nos movemos y que nos hacen desconfiar, nos impiden obedecer plenamente a Cristo. Pensamos en nuestras capacidades que nos hacen incapaces y temerosos. No vemos que la acción es del Espíritu Santo. De ahí que la misión, se vuelva, en la mayoría de los casos, una visita, un vistazo sin siembra, sin obra, sin testimonio y muy distanciado en el tiempo. Mientras que nuestros semejantes separados, lo hacen sin descanso y persistencia.

Es la misión, el anuncio de la buena noticia para que el Espíritu Santo, Señor y dador de vida abra los oídos y el entendimiento; sane los corazones heridos, obtengan la redención los esclavos del pecado y la experiencia de la libertad y la paz providente. Es el poder de Dios primeramente; y ese poder se los da a sus discípulos para mostrar que esa misión es divina como manifestación del amor de Dios (cfr Is 35,5-6; 40,9; 52,7; 61,1). Es su querer que todos lleguen a obtener la salvación. En nuestro tiempo el amor de Dios no ha cambiado, es eterno e infinito. Pero por nuestro comportamiento desobediente, no llegamos a una conversión verdadera la cual debe estar en paralelo con la fe. Y si esto nos falta, no somos aptos para realizar la misión de acurdo con lo que el Señor ordena; carecemos de la protección divina. Debemos pedir a Dios que nos aumente la fe y que nos ayude a vivir una conversión radical, mediante una profunda contrición de corazón, nos devuelva su divina protección y nos impulse a la obra apostólica, puesto que la “mies es mucha y pocos los obreros”.


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