jueves, 2 de agosto de 2012

Dichoso el que espera en el Señor


Nuestro Señor Jesús nos recuerda, nadie es más por ser de su familia o por pertenecer a su pueblo. La familia cristiana, las comunidades e instituciones cristianas nos transmiten y comunican algo del Reino, del cual son signos visibles, pero nadie puede protegerse indefinidamente tras ellas. Algún día habrá que dar cuenta de la propia vida y entonces los títulos, las etiquetas y los conocimientos religiosos no servirán de nada. Los autores de los escándalos y de las actividades que desfiguraron a la Iglesia pasarán por el fuego (1Cor 3,13).

El horno ardiente. Jesús no vaciló en utilizar esa imagen del fuego. (cf. Mt. 5,22; 7,19; 13,30; 25,41) Por tanto conviene distinguir el estilo de la predicación popular de Jesús y el modo de actuar de Dios con los pecadores que llevan una vida de pecado y los que ocasionalmente pecan, por eso es primordial la conversión permanente, al segundo. Dios ha venido para salvar a los pecadores; y la muerte y la resurrección de Jesús tienen más fuerza que el poder del mal en el mundo; ha asegurado desde hace dos mil años la salvación de la humanidad como un todo (Rom 5). Sin embargo el amor infinito de Dios no nos quita la libertad de abandonarlo y desobedecerle. Jesús tenía un conocimiento profundo y verdadero de Dios y del hombre; si hubiese visto con relación al “castigo” algo contrario a la bondad infinita de Dios, lo habría dicho sin preocuparse del escándalo.

Nuestro Señor Jesús quiso mostrarnos esas imágenes para dar a entender que una vida malgastada, los talentos que Dios nos había dado para construir el mundo y para forjarnos a nosotros mismos, para la buena administración de nuestro hábitat y para la construcción del Reino; para la persona es lo más horrible que pudo haber sucedido. Si se entiende lo que Dios ofrece –la eternidad en el sentido más riguroso del término– y si la vida es única, ¿serán muy duras las palabras para referirse al que perdió la vida y su tiempo?

Pero para los cobardes, los renegados, los corrompidos, los asesinos, los impuros, los hechiceros, los idólatras, en una palabra, para todos los falsos, su lugar y su parte es el lago que arde con fuego de azufre, que es la segunda muerte” (Ap. 21, 8) Allá será “llanto y rechinar de dientes” o sea, sufrimiento sin fin, envidia y odio de la suerte de los justos (Sal 33,16; 112,10). Los justos brillarán: Mal 4,20; Dn 12,3).

Al Señor le contestaron “si” entendimos, sin embargo no falta quien lo haya dicho por un cumplido. A nosotros hoy debemos contestar desde nuestra intimidad, con honestidad, a Dios no le podemos engañar, para sacar el buen provecho de las enseñanzas del Maestro y vivir renovados en la fe.


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