lunes, 8 de julio de 2013

Dios mío, confío en ti.


Si para Jacob, fue un sueño significativo, creyó y fue fiel a Dios. Nosotros también por nuestra religión soñamos poder reconocer a nuestro Dios, para muchos lejano y escondido, cuando está más cercano de lo que nos podemos imaginar. Hace comunión con nuestro espíritu y nuestra alma, si confiamos, si somos fieles y estamos reconciliados con Él. Como podemos darnos cuenta, es que carecemos de la fe mínima, todos creemos que existe Dios, pero no todos le obedecemos; apenas llegamos a tener chispazos de fe y de obediencia. La historia nos muestra como Dios, cumple sus promesas, y que no hace diferencias, a pesar de los desvíos del pueblo de Dios. Y en nuestro tiempo, igualmente, cumple sus promesas a pesar de nuestra vida de pecado, ¿cómo es que no llegamos a comprender el inagotable amor de Dios para con todos nosotros sus hijos? El Señor no cesa de mostrarnos lo sobrenatural, en este caso la resurrección y la sanación. Pero en cada uno se manifiesta de diversas maneras, pero que por nuestra ceguera espiritual no lo reconocemos. Este sueño de la primera lectura, ya se ha cumplido en Jesús. En su persona, “el Pan bajado del cielo”, ha descendido por esa interminable escalinata que une el cielo con la tierra. Dios que ha venido a quedarse con su pueblo.

En los versículos del Evangelio de hoy, encontramos dos milagros que muestran, una vez más, la necesidad de la fe para recibir las acciones salvadoras de Dios. Para enseñarnos el alcance y el valor de la fe, y nuestro encuentro personal con Él. Lo que para el hombre es imposible, para Dios es posible. Vino a tocarnos físicamente, vino a restaurarnos, a rescatarnos y a encaminarnos por la ruta que lleva a la escalinata para la vida. Jesús ha venido a quedarse con nosotros en forma prodigiosa y espiritual, para obtener de Él, la amistad definitiva, la sanación, la liberación, la protección; no muy bien entendido porque solemos dar como verdad y merito solo lo que perciben nuestra vista carnal.


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