jueves, 12 de julio de 2012

Confío, Señor, en tu misericordia


Como buenos discípulos del Señor debemos ser conscientes que los frutos de la misión no se debe a nuestro esfuerzo, por mas que hablemos, por mas que nos esforcemos, el fruto surge es por la gracia. Pero esta fluye cuando el misionero tiene en si el sentimiento profundo por la salvación de las almas, quien en primera medida debe ser templo vivo de la divinidad y con docilidad recibir la inspiración por el Espíritu Santo; sin preocuparse de lo demás. Nuestro Señor Jesús insiste en no llevar mas de lo necesario para la misión, como una manera de predicar con el ejemplo la confianza en el Padre: porque su Reino esta cerca, y él cuida de sus mensajeros. La misión se caracteriza, como la de Jesús, por la urgencia y la gratuidad. No debe haber una paga directa, pero si es necesaria la cooperación para que otros reciban la misión, el mismo beneficio. Es penoso y motivo de juicio, oponernos a la voluntad santa de Dios.

Al asistir a una misa donde se leía el santo Evangelio de hoy, san Francisco entendió cual era su misión encomendada por Dios; comenta san Buenaventura: “Francisco, tan pronto como oyó estas palabras y comprendió su alcance, el enamorado de la pobreza evangélica se esforzó por grabarlas en su memoria, y lleno de indecible alegría exclamó: “Esto es lo que quiero, esto lo que de todo corazón ansío”. Y al momento se quita el calzado de sus pies, arroja el bastón, detesta la alforja y el dinero y, contento con una sola y corta túnica, se desprende la correa, y en su lugar se ciñe con una cuerda, poniendo toda su solicitud en llevar a cabo lo que había oído y en ajustarse completamente a la forma de vida apostólica.

Desde entonces, el varón de Dios, fiel a la inspiración divina, comenzó a plasmar en sí la perfección evangélica y a invitar a los demás a penitencia. Sus palabras no eran vacías ni objeto de risa, sino llenas de la fuerza del Espíritu Santo, calaban muy hondo en el corazón, de modo que los oyentes se sentían profundamente impresionados. Al comienzo de todas sus predicaciones saludaba al pueblo, anunciándole la paz con estas palabras: “¡El Señor os dé la paz!” Tal saludo lo aprendió por revelación divina, como él mismo lo confesó más tarde... Así, pues, tan pronto como llegó a oídos de muchos la noticia de la verdad, tanto de la sencilla doctrina como de la vida del varón de Dios, algunos hombres, impresionados con su ejemplo, comenzaron a animarse a hacer penitencia, y, abandonadas todas las cosas, se unieron a él, acomodándose a su vestido y vida.”

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