sábado, 7 de junio de 2014

Los buenos verán tu rostro, Señor.


La liturgia de la Iglesia nos presenta el final del libro de los Hechos, y el final del Evangelio según san Juan. Al mismo tiempo llegamos al final del tiempo pascual con la celebración de la solemnidad de Pentecostés.

Nos motiva a reflexionar en todo lo ocurrido durante este tiempo especial desde el miércoles de ceniza hasta la venida del Espíritu Santo: Quizás haya servido para darnos cuenta de nuestra limitación, de quienes somos y como actuamos. Que hayamos logrado hacer cambios en nuestra manera de pensar y de actuar. Que este tiempo nos haya servido para darnos cuenta que es necesario hacer sacrificios y oración a imitación de Cristo, en el “desierto” y el “huerto”. Que no seamos como los judíos que el domingo de ramos con vectores recibieron al Señor y cinco días después estaban gritando “crucifícale” (con nuestro pecado). Reflexionemos sobre cuál es el significado de la donación de su vida, de su sometimiento al martirio y muerte de cruz, de nuestro Salvador. Como se quedo en medio de nosotros y que hace en nosotros hoy día. Verdaderamente el Señor ha resucitado en nuestra alma o lo dejamos como si estuviera muerto. Jesús es nuestro Señor de mi vida? ¿O quién? En qué forma se ha hecho más visible la presencia del Resucitado. Que nos haya servido para cantar victoria sobre nuestra muerte. Que no continuemos dudando sino que seamos creyentes. Y ¿cómo nos hemos preparado para recibir la presencia y la sabiduría que nos dona el Espíritu Santo?. Que decididamente seamos dóciles a partir de hoy a las divina inspiración, para ver las cosas que son de Dios, para conocer las cosas que son de Dios y que todo lo que pensemos, hagamos y digamos sea para la gloria de Dios.

Por eso el Señor nos dice hoy: “Tu sígueme”. Esta ordenanza es para todos, con un contenido profundo de unidad; que nos lleve a dejar el egoísmo, nuestra soberbia, es decir dejar de pensar que solo para nosotros es la gloria. El imperativo de nuestro Señor Jesús es muy fuerte parece querer decirnos: “deja el destino de los otros en mis manos”. Es como un llamado a dar cuenta de sí mismo. De los otros se ocupa el Señor, pero sin dejar el sentimiento sincero de procurar, por medio de la gracia, por la salvación de todos. Este llamado a seguirle exige una respuesta testimonial, de compromiso, de entrega. Quiere llevarnos más allá, en misión para escribir con El, las “otras muchas cosas”


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