martes, 29 de enero de 2013

quien hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre.


Los hebreos aun recordaban los ritos religiosos que se hacían, estaban como en la duda de lo nuevo y lo antiguo. Por eso san Pablo les hace la aclaración que la Ley dada a Moisés ya toma un rumbo distinto en la persona de Cristo. Por los sacrificios de animales no podían obtener el perdón de pecados; en cambio con el sacrificio del mismo Dios en la persona de Jesús, era la redención para todos, antes en el presente y en el futuro. Que el sacrificio de nuestro Señor Jesucristo sacerdote y a la vez nuestra víctima, se renueva todos los días en la celebración de la santa misa. Para que tengamos vida.

Con respecto a la lectura del santo Evangelio. Algunos lo tratan con una ligereza que a veces raya con la mala intención, sin considerar siquiera textos bíblicos perfectamente claros. Ante todo digamos que en hebreo se llama hermano a cualquier pariente, y es preciso notar que la Biblia griega, cuyo vocabulario adoptaron los evangelios, nunca reemplazó la palabra hermano cuando se trataba de un primo, un pariente o alguno del mismo clan. En el idioma del momento cuando quiere precisar que alguien es un hermano carnal, usa la expresión hijo de su madre o, si se trata de un medio hermano, hijo de su padre (Dt 13,7; 27,22...). En el caso presente, si estos “hermanos” fueran hijos de María, al nombrarlos junto con su madre, la única manera correcta de expresarse habría sido: “llegaron su madre y los hijos de su madre”.

Por otra parte, es sabido que, en la primera comunidad cristiana, había un grupo importante integrado por la parentela de Jesús y sus vecinos de Nazaret que eran llamados, en forma global, «los hermanos del Señor» Estos hermanos de Jesús son nombrados cuando Jesús pasa por Nazaret (Mt 13,55); son Santiago y Joset (Mateo dice Josef), Judas y Simón. Ahora bien, entre las mujeres que estaban al pie de la cruz, Marcos menciona a una tal María, “madre de Santiago el menor y de Joset” (Mc 15,47 y 16,1). Juan nos precisa que esta María era hermana (o pariente) de María, madre de Jesús (Jn 19,25). Santiago y Joset eran los hijos de esta otra María (Mt 28,1) que formaba parte del grupo de las mujeres de Galilea (Lc 23,55). Simón y Judas, por su parte, eran primos más lejanos, pues de no ser así Marcos no los habría nombrado después de ellos. En el contexto judío, María, viuda de José y dejada sola por Jesús, sólo podía vivir al lado de ellos, y eso debió ser una buena parte de su cruz hasta el día en que Juan la tomó a su cargo.

Los que muchas veces ponen en tela de juicio la virginidad de nuestra Señora María santísima, la que sí hizo la voluntad de Dios. En cambio, estos no miran la segunda parte de las palabras del Señor: “el que hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”. Si creyendo es difícil, solo por nuestra entrega y la gracia de Dios, podemos hacer su divina voluntad, y eso que en forma interrumpida debido a nuestra concupiscencia y a lo que nos ofrece el mundo. Por eso la inclusión aquí de la Madre de Jesús es muy significativa ya que Ella, más que nadie, «acogió las palabras con las que el Hijo, exaltando el Reino por encima de las condiciones y lazos de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados a los que escuchan y guardan la palabra de Dios como ella lo hacía fielmente» (C. Vat. II, Lum. gent. 58). Encontramos, entonces, en las palabras de Jesús una exaltación a su madre, María, la siempre bienaventurada por haber creído.


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