martes, 28 de enero de 2014

El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre


Al leer el pasaje del santo Evangelio, aparentemente se encuentra un tratamiento fuerte, algo difícil de entender, quizás no tanto para el momento sino para nosotros hoy día, por cuestiones de cultura. También su familia le parecía una locura lo que la empresa del Señor, debido a los comentarios de los fariseos en el pasaje del día anterior, «Tiene dentro a Belzebú y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios.» eran cosas difíciles de decir y que no se inventan. ¡La familia de Jesús no comprende! Y quiere recuperarlo. A la noticia que su familia le busca, el Señor echa una mirada universal, y encuentra la manera de dar una explicación a todo el género humano. Para asociarnos como su propia familia.

De ahí que su respuesta a las preguntas que le hacían sobre que debían practicar “para entrar en la vida”, aparte de algunos mandamientos, su respuesta lo dice todo sobre la familia “honrar padre y madre” (Mc 10,19). A quienes, so pretexto de piedad y de dar limosnas al templo, descuidaban la atención a sus padres necesitados, les reprochó que “sustituían el mandamiento de Dios por tradiciones humanas” (Mc 7,9). Quiso el Señor resaltar dos cosas muy importantes: en primer lugar el cumplir la voluntad de Dios. Y segundo, si se cumple la voluntad de Dios, se observan los mandamientos, por tanto primero es Dios luego los padres y a continuación los demás, como fue establecido el orden del decálogo. Los tres primeros mandamientos corresponden a la relación con Dios y el cuarto con los padres. Entonces la fe no se confunde con el contexto sociológico; no se reduce a sentimientos humanos, aun cuando estos sean fraternos o familiares.

“En la vida pública de Jesús aparece reveladoramente su Madre ya desde el principio, cuando en las bodas de Caná de Galilea, movida a misericordia, suscitó con su intercesión el comienzo de los milagros de Jesús Mesías (cf. Jn 2, 1-11). A lo largo de su predicación acogió las palabras con que su Hijo, exaltando el reino por encima de las condiciones y lazos de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados (cf. Mc 3, 35; Lc 11, 27-28) a los que escuchan y guardan la palabra de Dios, como ella lo hacía fielmente (cf. Lc 2, 29 y 51). Así avanzó también la Santísima Virgen en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida (cf. Jn 19, 25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado; y, finalmente, fue dada por el mismo Cristo Jesús agonizante en la cruz como madre al discípulo con estas palabras: «Mujer, he ahí a tu hijo» (cf. Jn 19,26-27) (Vaticano II, LG 58).

Cuanto le agradara a nuestro Señor Jesús, la alabanza dirigida a su Madre, como reconocimiento de singular grandeza llena de gracia, Jesús nunca descalificó la familia humana, sino que la enalteció como institución muy buena por el Creador.


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